El cadáver que sostengo

El tipo quisiera ser Henry Miller, o Patricia Highsmith, o Tom Waits, pero posiblemente le falte valor para ello. O respirar hondo. O mirarse al espejo. O una buena bofetada. Quizá se deteste a sí mismo, quizá se idolatre, quizá desconfíe de su capacidad creadora, pero su obra se le impone y crece a través de él como el pelo y la barba. Fulgurante, exuberante, incontenible, imaginativa, cobarde, verborreica, mordaz, astuta, plástica, mezquina. Un puñetazo contra una pared de cemento como para romperte los nudillos. Ingenua y resabiada, vitalista y desengañada, sarcástica y sincera, la novela que el tipo no se atreve a escribir se desborda como una bañera llena de agua caliente y sin jabón. Se escribe sola, a pesar suyo. A pesar del hermano con el que se compara, del padre que le templa, de la madre que le desampara. Aparece porque no tendría sentido que no apareciese, o porque todos los esfuerzos para que no aparezca terminan por revelarse vanos. No podía ser de otra manera. La historia tenía que ser contada y el tipo es sólo el mensajero. El portador. El vehículo. El idiota.