Las revelaciones de Paititi

Este libro es el relato autobiográfico de un buscador, el encuentro de sí mismo, la narración de una experiencia única tras las huellas del misterioso reino del Paititi, la historia de su aprendizaje como discípulo de los maestros chamanes que custodian el conocimiento ancestral de los amautas. Martin Grove fue sometido a duras pruebas antes de ser aceptado y recibir el legado ancestral y las claves secretas, que nos ayudarán a dar el salto de conciencia que la humanidad necesita para su evolución y evitar con ello el aniquilamiento de la raza. [...] La delicada sonoridad de los chorros, y torrenteras vertiendo sus caudales en centelleantes reflejos, y por si era poco, todo aquello orquestado con el gorjeo y cantar de pájaros y aves exóticas: colibríes, camunguis, tucupishcos, guacamayos, loros, paucares de alegre canto, tucanes de mil colores, tompeteros y cientos más. Un nutrido grupo de jóvenes, mujeres y hombres, jugueteaban entre los riscos y bañaban sus desnudos y bien formados cuerpos bajo los refrescantes saltos de agua. Tardé mucho en recuperarme del impacto que me produjo aquella joya de la naturaleza. Aún perplejo, fui presentado al jefe de la pequeña comunidad, quien entre quechua, mímica, y alguna palabra en español, me dio la bienvenida agradeciéndome la ayuda prestada a su hijo, el cual, sin mi mediación, posiblemente hubiese muerto por la infección de las heridas. Allí, en aquella comunidad todos lucían en orejas, nariz, muñecas y brazos, anillos de metal como estos señaló las piezas contenidas guardadas entre los trapos, cosa que llamó inmediatamente mi atención, puesto que sus armas por el contrario, estaban construidas en madera de chonta y cedro. ¿De dónde procedían las quincallas? En la estadía entre ellos, el cacique me obsequió con la quincalla que tienes ahí delante. Las jornadas transcurrían con total placidez y, no teniendo otra cosa que hacer, me dediqué a husmear por los alrededores del poblado por si descubría cualquier indicio de la procedencia de las joyas. Comprobé que, de vez en cuando, el jefe se adentraba en la espesura y que, a su regreso algunas horas después, tanto él como sus allegados lucían nuevos adornos. Un día decidí seguirlo sin que él se percatara de mi presencia. Así averigüé que penetraba por entre una angosta hendidura en las rocas, y camuflado esperé a que se marchara. Cuando se alejó, temeroso y con gran cautela, entré a inspeccionar la cueva. Un dificultoso acceso daba paso a una amplia pieza natural perfectamente horadada de lisas paredes. La grupa recibía luz procedente del exterior a través de estratégicos huecos disimulados exteriormente. Varias galerías partían en forma radial. A tientas al principio, me adentré como pude por uno de los pasillos. Cuatro o cinco metros me situaron en otra sala. Conforme mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y con la escasa luminosidad que llegaba desde la sala principal, pude ver que aquello se encontraba repleto de nichos ocupados por restos humanos. Al mirar con más detalle, me pareció ver que algo centelleaba, introduje la mano, y sentí que allí había piezas metálicas y piedras talladas. [...]